Sobre la doctrina tradicional del arte

Sobre la doctrina tradicional del arte

Sobre la doctrina tradicional del arte, uno de los más célebres trabajos de Ananda Coomaraswamy. Publicado por primera vez por la New Orient Society of America en 1938, viene a suponer uno de los pilares claves a la hora de afrontar el acercamiento a la obra de arte oriental.

Contenido

Análisis

Su punto de partida se encuentra en la metafísica de René Guenón y en la premisa de que el arte tradicional (religioso-sagrado) es inaprensible sin un conocimiento previo de su dimensión religiosa, espiritual o metafísica. En esta obra, así como en aquellas pertenecientes a la década de los 30, podemos encontrar como eje vertebral tres conceptos fundamentales: la metafísica, traducida como Philosophia Perennis,[1] a través de la cual introduce la distinción, en el marco de una cultura tradicional, de los conceptos arte sagrado y arte tradicional. La religión, entendida como sanâtana dharma, verdadera auto-comprensión del hinduismo. Y, finalmente, la espiritualidad, presentada según las doctrinas de Sri Ramakrishna o del yoga integral de Sri Aurobindo.

Toda esta terminología, en principio confusa para los estudios sobre arte occidentales, no es más que el intento reiterado de Coomaraswamy por desterrar la incomprensión y los prejuicios que los occidentales presentan ante el arte oriental y que detectamos desde las primeras décadas del s. XX con los escritos de Hegel.[2]

Para Coomaraswamy, el arte oriental es genéricamente diferente a cualquier otra forma de arte. Mientras que en occidente éste ha sido presentado generalmente descontextualizado y su concepción ha respondido en ocasiones al simple deleite estético, la obra asiática nunca se hizo más que para ser usada, ni para ser mostrada en otro lugar que aquél al que estaba destinada.[3] El concepto de artista oriental es enfrentado al occidental desde la premisa que presenta a los primeros iguales al resto de los hombres salvo por la posesión del conocimiento técnico que le permite la creación: la concepción de una obra no es producto de la inspiración o un producto de una sabiduría especial y reservada, sino que es parte de todos los hombre así como lo podía ser en el mundo platónico: las artes podían ser practicadas por cualquiera. En occidente, por el contrario, el artista siempre es poseedor del genio, de su vinculación directa con un mundo supraordinario del que procede su inspiración.

Todas aquellas variaciones que pueden corresponderse con variaciones estilísticas para el artífice oriental, no son fruto de la interpretación personal de quien ejecuta la obra, sino que vienen a representar las diferentes formas en que uno puede acercarse a una misma idea estética común a todos. Por tanto, su estilo, no es el fin en sí mismo de la obra, sino un mero accidente acaecido en el transcurso y consecución de la misma.[4] El tema es el objetivo, la razón de ser la creación. Esta premisa es una de las diferencias más sustanciales que Coomaraswamy establece entre ambos mundos y uno de los aspectos fundamentales para la aproximación a este arte: el deleite estético es una interferencia fruto de la ignorancia que nos oculta el verdadero sentido del mismo, su «significado». Es por esto que sale a colación una fórmula recurrente en sus últimos trabajos, la del fetichismo estético occidental: «colores y sonidos agradables» enturbian la verdadera percepción. El conocimiento de la estética escolástica sería suficiente conocimiento para poder afrontar con éxito el reto que presenta la obra de arte oriental.

Cuando se defiende que la obra de arte está destinada, externamente, para un uso e, internamente, para deleite de la razón, se señalan dos de los aspectos centrales de la obra de arte según Coomaraswamy: utilidad[5] y goce intelectual.[6] Con respecto al segundo, Coomaraswamy reitera que hay que separar dicho concepto del placer sensual[7] (entendido como aquel que provienen de los sentidos): la falta de conocimiento sobre el uso y lugar que fueron simiente (y no destino) de la obra de arte es premisa imprescindible para la comprensión total de la misma. Y conocer no es observar.

La observación ignorante, empieza y acaba con la ignorancia;[8] solo puede conocerse lo expresado cuando uno mismo participa de su simiente:[9] «El problema de nuestra educación en arte asiático se traslada, pues, del campo inmediato del arte, al de la cultura general (…)». Coomaraswamy se ve obligado a replantear el concepto de belleza, y devolver su definición a los tiempos de Santo Tomás encontrando en la misma la original correspondencia entre formalidad y orden. Con esta concepción de la Belleza ideal, Coomaraswamy traduce la célebre definición que da del arte el Sâhitya Darpana[10] I, 3: «Vakyam rasâtmakam kâvyam», como «El arte es expresión informada por la Belleza ideal».

Usando todas estas herramientas ontológicas, concluye expresando cómo las más humildes necesidades y actos de la vida pueden referirse a actos trascendentales: el Arte asiático y otras artes similares presentan mucho más allá de lo que su plasticidad sugiere. Es nuestra opción la de quedarnos en su capa más superficial o bien adentrarnos hasta lo más profundo de las ideas a las que da forma.

Resumen

A modo de resumen, el texto de Coomaraswamy arroja, desde su contexto, un planteamiento interesante: el arte asiático, debe ser enfrentado desde una triple perspectiva que contemple la metafísica, la religión y la espiritualidad, conceptos entendidos desde la propia perspectiva del autor. Solo con la formación adecuada, la obra cobra sentido completo; la visión ignorante solo produce un conocimiento ignorante: «las obras de arte son como nueces, a las que hay que despojar de su hermosa cáscara material (…)». Sin embargo, estos planteamientos herederos de los estudios previos de René Guenón, insisto en que resultan válidos dentro del contexto en el que fueron redactados: el primer cuarto del s. XX. Desconozco que perspectiva tenía (Ananda) Coomaraswamy del arte occidental que se estaba produciendo en ese momento, y sobre todo, que opinión le merecía. Lo que sí es obvio es que hubo de conocer el éxito de los impresionistas, y la mayoría de los istmos de las artes plásticas. Sin embargo, considero que existe un punto de inflexión, gestado en aquellos mismos años, tan profundo que no puede ser pasado por alto.

Es ahora cuando se someten a revisión los argumentos que permiten definir a una obra de arte como tal y aquellos que determinan el valor de la misma, tanto en occidente como en oriente. Marcel Duchamp (1887–1968) encabezará estos nuevos movimientos de ruptura: para Coomaraswamy, aquello irracional no puede ser llamado arte; el objeto no puede entenderse fuera de su uso original y contexto; el placer visual sin conocimiento es únicamente fetichista. Para Duchamp, cualquier acto humano, racional o no, puede ser considerado arte por la simple voluntad de su artífice; el reciclaje y la descontextualización son dos de sus premisas más importantes (los ready-made), el deleite estético a través de la idea evocada o la creación de un sentimiento, son fines del arte en sí mismos. Queda con ello de manifiesto la profunda ruptura y el insalvable abismo que separa los conceptos de uno y la ambigüedad de otro. El arte de hoy se ha girado insolentemente hacia las teorías del segundo.

Los textos de Ananda pueden aplicarse con éxito al arte asiático anterior a la segunda mitad del s. XX, y a aquellas producciones ubicadas dentro del concepto de Arte tradicional, sin embargo, desde ese momento a nuestros días, los criterios ontológicos en los que se basa pueden resultar tan insuficientes como para él significaban aquellas formas consideradas únicamente como entretenimiento: Tokio, Shanghai, Seul, Taipei… son nuevos escenarios que bien pueden servir de termómetros para las vanguardias actuales. El arte de hoy no es el de nuestros antepasados; sus conceptos tampoco.

Referencias

  1. Esta línea sería la heredada, entre otros, por Frithjof Schuon (véase nota 4) y T. Burckhardt (1908-1984). En este contexto, para el primero, el arte, cualquiera que sea —incluida la artesanía—, está aquí para crear un clima y forjar una mentalidad (F. Schuon, De la unidad trascendente de las religiones. Ediciones Heliodoro, Madrid, 1980); para el segundo, es un símbolo que utiliza elementos simples y primordiales, una pura alusión, cuyo objeto real es inefable (T. Burckhardt, Ensayos sobre el conocimiento sagrado. Ediciones Olañeta, 1999).
  2. Véase, por ejemplo: F. Hegel, De lo bello y sus formas, Espasa-Calpe, Madrid, 1985. Introducción a la estética, Península, Barcelona, 1997. Estética. La forma del Arte simbólico, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1983. Estética. La forma del Arte romántico, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1983.
  3. Este argumento es francamente discutible cuando hablamos, entre otros, de artistas itinerantes que vendían su producción a las élites, o a los grabadores que no ligaban su producción a ningún contexto concreto.
  4. Y es que las «opiniones personales» no interesan cuando se considera que las verdades saltan a la vista, o que los «dogmas» son incuestionables. En la doctrina tradicional importarían poco las opiniones personales, como poco importa el «estilo» en el arte tradicional. El estilo del artista es un accidente y no algo esencial en el arte tradicional, pues «el hombre libre no trata de expresarse a sí mismo, sino aquello que ha de ser expresado». Más todavía, «allí donde el artista explota su personalidad y se convierte en exhibicionista, ese arte entra en decadencia».
  5. El concepto de «utilidad» ha de entenderse en un sentido amplio, referido a las «necesidades» humanas en su conjunto. Si no responde a una necesidad es inútil: «Las cosas hechas con arte responden a necesidades humanas o, si no, son lujos».
  6. El goce intelectual es fruto del conocimiento y por tanto de la identificación de lo expresado: «No podemos dar el nombre de arte a nada irracional».
  7. El goce estético es un valor vacío: «Cometemos el error de esperar que la obra de arte haga algo a y para nosotros, en vez de encontrar en ella el poste indicador de un camino que sólo puede ser andado por y para uno mismo».
  8. De ahí el rechazo que produce a la visión «intelectual(ista)» abrazada por Coomaraswamy. El arte no tiene su meta en el deleite de los sentidos, sino que '«'el arte es una virtud intelectual y no física; la belleza tiene que ver con el conocimiento y la bondad, de los que precisamente constituye su aspecto atractivo, y puesto que una obra nos atrae por su belleza, ésta es un medio para obtener un fin, y no el fin del arte en sí mismo; el propósito del arte es siempre el de comunicar algo efectivamente».
  9. Por referencia, se sobrentiende su fin último. Para Coomaraswamy, el arte posee por definición una finalidad; si la omitimos, «sería desear que la ocasión de su existencia nunca hubiera surgido».
  10. De aquí el rechazo de toda noción de «arte por el arte»; el tratado Sahitya Darpana dice textualmente: «todas las expresiones humanas o reveladas son dirigidas hacia un fin más allá de ellas mismas. Si no son así determinadas, entonces no son comparables mas que a las elucubraciones de un loco». Terrible veredicto, bajo el cual caen tristemente la mayor parte de las producciones de nuestros pretendidos «creadores».

Véase también

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