Trommesang

Trommesang

El término aparece en el Homo Ludens de Johan Huizinga, y rescata una antiquísima ceremonia esquimal que sería la primera forma de administración de justiciaregistrada en la cultura humana. El tiempo, los cambios tecnológicos, más los aportes culturales más diversos, como su difusión, le han ido dando diferentes formatos y alcances.

Según Huizinga, cuando en aquel entonces un individuo del clan se sentía perjudicado de alguna manera retaba a una porfía de tambor o de cantos a la que se denominaba de ese modo. La tenida tenía lugar con todos los integrantes vestidos de fiesta, con sus mejores atavíos, y festejaban las burlas, chascarrillos, agravios, menoscabos, de uno contra otro, donde no importaba el grado de injuria, calumnia o difamación, sino lo acertado en la versificación y elocuencia de las intervenciones.

No era para nada extraño que soliera ocurrir que uno de los contendientes se viera sobrepasado en su grado de tolerancia o impotencia para responder, como también no aceptar la derrota evidente que probaba su falta, y rompiendo las reglas sagradas de todo juego, la emprendían a trompada limpia o en lucha cuerpo a cuerpo, y, como ha dejado fijado el lugar común de las crónicas no solamente policiales, de las palabras pasaban a los hechos, como si las palabras no fueran ya de por sí hechos y en la Biblia esté registrado que lo primero fue el Verbo. Los presentes arbitraban y controlaban que la violencia explícita no produjera daños considerables, menos que menos que pusiera en juego la vida


Todas las culturas tienen formatos similares de porfías donde se recurre a formatos de la expresión artística que son comunes y compartidos. Sófocles recurrió a una picaresca e hiriente elegía para responder a sus detractores cuando ya anciano tuvo un incidente amoroso con un efebo y toda Atenas se la festejó como un logro, más allá de lo sucedido.

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"Aquí me pongo a cantar..."

Entre nosotros es la payada. Sobre todo en el Santos Vega, de Rafael Obligado, lo legendario instalaba que la tenida máxima era con el Diablo como expresión última y aventura casi extraterranal del género, no sólo porque era la lucha contra el Mal sino porque estaba en juego la vida misma del cantor si resultaba derrotado.

Al payador se lo considera un artista, un poeta de lo repentista. Los más avezados, generalmente no llegan a la improvisación en estado puro, sino que lo hacen sobre formatos prehechos donde apenas cambian datos aleatorios como nombres, fechas o sucesos que lo actualizan, discurren sobre temas teológicos, el amor, el coraje y muchas veces la política, con resultados no siempre canoros.

"Vea, vea qué locura,/ vea, vea qué emoción..."

Aunque indudablemente no están enteradas ni les interese ser nada más que reminiscencias ancestrales, las barras bravas son cultoras del más puro y modernista trommesang. El papel que juega el bastonero en el toma y daca de los cantitos es fundamental. Se los ha llegado a catalogar como payadores del cemento. Este aspecto fue anotado primariamente por Amílcar Romero en Muerte en la cancha - 9 de abril de 1967, asesinato de Héctor Souto, publicado en el mensuario Todo es Historia (Nº 209, setiembre de 1984, pp.9 y ss.). Después, la relación de este concepto antropológico y otros fueron más desarrollados en un trabajo posterior: Las barras bravas y la contrasociedad deportiva (Biblioteca Política Argentina, Nº 458, 1994). La conexidad está basada en la naturaleza esencialmente clánica de las barras bravas que el autor puso de manifiesto desde sus primeros trabajos en la materia, a comienzos de los '80.

El secretario del juzgado que intervino en el Caso Souto, doctor Aldo Montesano Rebón, en el curso de los interrogatorios de los detenidos, en su mayoría adolescentes, fue percibiendo cierto hilo conductor que adquirían las diferentes declaraciones de los jóvenes detenidos y tomó la determinación de que esa sala de la comisaría 28ª se convirtiera en una improvisada tribuna, pidió el apoyo del personal de guardia y le solicitó a Figacita, el bastonero de la barra de Huracán que había participado en el asesinato, y que le improvisara sobre la marcha cuartetas con palabras o temas que le iba tirando al azar y luego le coreaban.

De algún modo fue una reconstrucción del asesinato. Y nada menos de que de los rituales previos.

"Se transformó, fue otro", le comentó años después al mismo Romero para otro trabajo más amplio como sobre el tema como es El chico de la sombrilla (http://ibucs.tripod.com/souto.html). "Era una función fundamental improvisar unos versitos, soliviantar a todo un estadio y que de pronto, veinte, treinta mil personas lo estuvieran coreando. Era una droga, lo necesitaban todas semana y los excitaba de sobremanera."

Penas, vaquitas y lunas

Una especialista en el tema fue la pianista y compositora Antoniette Paule Papin Fitzpatrick, nacida en la isla de Terranova, francoparlante, hija de un traficante de cueros de osos polares y lobos. Nenette, como le puso familiar y cariñosamente Atahualpa Yupanqui, con quien compartió casi medio siglo de vida y los más grandes éxitos del máximo trovador, era una experta en trommesang.

En su tierra natal se había criado junto a una chica esquimal con un registro de voz impresionante y cultora refinada de la antiquísima ceremonia. Nenette sigue permaneciendo en un total segundo plano. No se sabe por qué motivos utilizó el seudónimo de Pablo del Cerro para firmar la música del por lo menos medio centenar de temas que con letra de su compañero recorrieron el mundo, empezando por la canción El arriero, también otro clásico del género como El alazán, el bailecito Indiecito dormido, la zamba Luna tucumana, la Chacarera de las piedras, etc. Fue alumna de Carlos López Bouchard, dio conciertos de piano en el Teatro Colón, pero la mayor parte de su vida vivió en el campo cerca del Cerro Colorado, paraje en el que se conocieron y amaban.

Nenette Papin no sólo musicalizó las letras del compañero de toda su vida, Héctor Roberto Chavero, como era el verdadero nombre de Atahualpa Yupanqui. Tiene cantidad de composiciones clásicas, folklóricas y populares, algunas de las cuales transcribió para guitarra el propio Don Ata, como el caso de El bien perdido, una chacarera de impecable factura de la que tiene una soberbia versión y arrreglo el guitarrista tucumano Juan Falú.

Hay una biografía novelizada sobre este personaje de tanta relevancia para la cultura popular argentina, como relegado hasta un olvido casi total: Una mujer llamada Pablo, de Isabel Lagger, Mónica Figueroa Editora (Córdoba, 2000).

Arreos cordilleranos y derrota del corso imbatible

Las conexiones de la cultura son tan infinitas como a veces aparentemente insólitas. Otro ejemplo de trommesang aparece en Waterloo, dirigida por el ex soviético Sergei Bonderchuk, en la escena previa a la entrada en combate. El Duque de Whellington, interpretado por Cristopher Plumer, está observando con un catalejo la arenga a sus tropas de su hasta entonces imbatible enemigo, Napoleón Bonaparte. Inmediatamente detrás suyo se encontraba formada la infantería escocesa, que iba entrar en batalla como primera línea, la llamada carne de cañón. Con frenético entusiasmo entonaban unos cánticos como para hacer enrojecer hasta los más fanáticos concurrentes a lupanares y burdeles.

El asistente del noble inglés, con evidente caro de asco, le pregunta si los hace callar. La respuesta puede llegar a ser escalofriante: "Déjelos. Pronto van a morir, lo saben y en algo se tienen que entretener".


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