La novela española posterior a 1939

La novela española posterior a 1939

Las novelas de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil demuestran una total dependencia de las tendencias vigentes en el primer tercio del siglo. Con todo, el exilio, la represión y la censura configuran un precario panorama, agravado por las penurias editoriales y, en general, por el empobrecimiento intelectual del país.

A la sombra de la cultura oficial, pasarán a primer plano los jóvenes cachorros del nuevo orden -que ya habían dado muestras de su belicosidad ideológica y literaria a comienzos de los años treinta- junto a novelistas más o menos «viejos» que se reacomodan a la situación. Ello explica el conformismo de una exigua producción novelística, entre testimonial y panfletaria, que entronca remotamente con la novela comprometida de preguerra.

Junto a esta «novela de los vencedores» hay otra corriente, denominada «neorromántica» o «estetizante», que se nutre de los rescoldos del modernismo, de la experimentación novelesca unamuniana, del preciosismo valleinclanesco y del desenfadado espíritu narrativo de los años veinte. En la vertiente más estimulante de este esteticismo se encuentran las novelas del primer Zunzunegui, junto a La novela número 13 (1940) y El bosque animado (1943) de Wenceslao Fernández Flórez y otras de Tomás Borrás, Julio Camba o Llorenç Villalonga.

Una tercera vía recurrirá al siempre frecuentado venero del realismo decimonónico. Sin embargo, las cautelas existentes ante la tarea de afrontar la realidad llevan a mirar hacia el pasado. Así sucederá con algunas novelas del Zunzunegui de mediados de siglo o con La ceniza fue árbol (entre 1944 y 1957 sus tres primeras entregas), trilogía-río de Ignacio Agustí sobre la burguesía catalana.

La familia de Pascual Duarte de Cela (1942), Javier Mariño (1943) de Gonzalo Torrente Ballester, Nada (1945) de Carmen Laforet y las primeras novelas de Miguel Delibes suponen el encuentro de la novela de posguerra con la realidad cotidiana.

La década del cincuenta da paso al llamado realismo social, el cual pretende -mediante el recuerdo de la guerra y sus secuelas, la actitud crítica, los personajes colectivos (alienados, explotados, víctimas)- desenmascarar situaciones sociales injustas en clara correspondencia con las que se suceden en la realidad de cada día. Esta tendencia, predominante a lo largo de la década, revitaliza el realismo tradicional a partir de estímulos externos contemporáneos, entre los que se encuentran el cine neorrealista y la novela americana e italiana. Cimas de esta corriente pueden considerarse La colmena, de Camilo José Cela y La noria, de Luis Romero.

Aparecida en 1962, Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos marca un considerable avance en la evolución de la narrativa de la posguerra. Su mérito estriba en el tratamiento distanciado de la crítica social mediante un alarde lingüístico y técnico que orienta la creación novelesca hacía un horizonte formal más rico y novedoso. Puede afirmarse que la década de los sesenta supone, en lo que a la historia de la novela se refiere, una cierta clausura de la interminable posguerra. Nuevas circunstancias económicas, sociológicas y culturales (mínima relajación de la censura, las repercusiones del mayo francés del 68, el conocimiento del nouveau roman, el llamado boom de la novela hispanoamericana, el reencuentro con algunos novelistas del exilio, la sintonía con el experimentalismo europeo) propician una mayor libertad de ejecución entre los cultivadores del género. Esta mayor libertad da pie a una experimentación narrativa, de la que surgen obras como Don Juan, de Gonzalo Torrente Ballester; El roedor de Fortimbrás, de Gonzalo Suárez; Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Volverás a Región, de Juan Benet; El mercurio, de José María Guelbenzu.

En vísperas de la muerte de Franco, este proceso experimentador quedará coronado por personales y sólidas realizaciones, entre las que se cuentan Una meditación (1970) y Un viaje de invierno (1972), de Juan Benet; Reivindicación del Conde don Julián (1970), de Juan Goytisolo; La saga/fuga de J. B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; El gran momento de Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano o Si te dicen que caí (1973), de Juan Marsé.

La narrativa posterior a 1975 conoce un progresivo auge hasta nuestros días, que se manifiesta básicamente en la amplia producción y edición de novelas y relatos cortos -es significativa la recuperación de este género tradicionalmente poco valorado-, con el consiguiente aumento de las colecciones dedicadas a la narrativa, traducciones de textos españoles a otras lenguas y proliferación de títulos, premios, reseñas, suplementos, revistas, etc., que, si bien constituyen indicios de vitalidad del género, no facilitan el establecimiento de unas líneas dominantes, sino que ofrecen más bien un panorama confuso del fenómeno narrativo. Por ello, las características que se presentan en las líneas siguientes constituyen tan sólo puntos de referencia que han de tomarse con reservas, dado que, si hay algo que define a la nueva novela, es precisamente la falta de unos criterios universales. Características principales de la narrativa última:

  1. Sin renunciar por completo a la renovación formal, tiende a utilizar recursos más tradicionales.
  2. No tiene ya como objetivo preferente la búsqueda o la experimentación, sino que prefiere la vuelta al placer de contar.
  3. Quedan lejos ya las intenciones políticas o sociales y cualquier clase de finalidad didáctica o ideológica.
  4. Ausencia de maestros, pese a que no falten influencias concretas reseñables.
  5. Coexisten temas, motivos, estilos y maneras de contar muy diversos entre sí.
  6. Abundan los tonos humorísticos, lúdicos o irónicos, pero también están presentes los aires nostálgicos o líricos en novelas de fuerte carácter intimista; los tratamientos culturalistas, exquisitos o refinados; el empleo libre y sin trabas de la fantasía. No es frecuente, sin embargo, el empeño por el realismo a ultranza.
  7. Por lo general, han desaparecido los grandes personajes y han sido sustituidos muchas veces por seres desvalidos e inseguros.

En cuanto al lenguaje, se advierte una notable preocupación formal que muchas veces deriva en un barroquismo o en un amaneramiento de la prosa, pero que, por lo general, revela la sensibilidad y la preparación cultural y literaria de los narradores jóvenes y su esfuerzo por lograr un estilo personal y de calidad. No es raro que muchas de las novelas de los jóvenes autores constituyan auténticos ejercicios de virtuosismo lingüístico. La estructura narrativa se ha hecho más ligera, variada y dinámica como consecuencia del experimentalismo de los sesenta y setenta, pero también ha tendido al empleo de formas sencillas, no demasiado alejadas de las tradicionales: por lo general, se prescinde de disposiciones del texto que resulten trabajosas para el lector.

Aunque no es posible proceder a una clasificación siquiera mínimamente rigurosa, se sugiere el siguiente esbozo de clasificación que atiende a los motivos temáticos y formales dominantes y básicos:

  1. Novela negra o de carácter policíaco, sobre la que han ejercido notable influencia los narradores de la generación inmediatamente anterior, como Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta) y Manuel Vázquez Montalbán (la serie de novelas protagonizadas por el detective Carvalho, por ejemplo), y a la que puede adscribirse la producción de Juan Madrid, Andréu Martín, Arturo Pérez-Reverte, etc.
  2. Novela histórica, en sentido extenso. Esta tendencia venía desarrollándose desde años atrás y a ella no han sido ajenos algunos novelistas de las generaciones precedentes: Gonzalo Torrente Ballester (La isla de los jacintos cortados), Eduardo Mendoza (La ciudad de los prodigios), Jesús Fernández Santos (Extramuros), etc. Han proliferado últimamente los escritores sobre cuestiones históricas como Juan Eslava Galán (En busca del unicornio), Arturo Pérez-Reverte (El húsar, El maestro de esgrima), Antonio Muñoz Molina (Beatus ille, El jinete polaco), Julio Llamazares (Luna de lobos), Lourdes Ortiz (Urraca), etc.
  3. Novela culturalista. Esta tendencia es patente en diversas manifestaciones de la creación artística a partir de los novísimos y el grupo de poetas que comenzaron a escribir en torno al año 70. Uno de ellos, Antonio Colinas, ha publicado durante la década de los ochenta sus dos novelas, verdaderos paradigmas de la corriente culturalista (Un año en el Sur y Larga carta a Francesca). El culturalismo como tendencia es heterogéneo: en ocasiones evoca ambientes de épocas pasadas, y se confunde con la novela histórica; describe con minuciosidad ambientes exquisitos atemporales o presentes, pero vinculados a la creación estética; recrea motivos literarios, legendarios o mitológicos. pero, sobre todo, elige como motivo la reflexión acerca del proceso creativo. Podrían adscribirse al grupo algunas novelas de Álvaro Pombo, Jesús Ferrero -cuya narrativa, al menos durante su primera etapa, está marcada por gustos exóticos (Bélver Yin, Opium)-, Álvaro del Amo (Los melómanos), Pedro Zarraluki (Las fantásticas aventuras del barón Boldan), Javier Marías (Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, Todas las almas)
  4. Novela intimista. Aunque no es fácil deslindar esta categoría, ya que el intimismo constituye una de las notas dominantes de la nueva narrativa, pueden considerarse en este apartado aquellas novelas que de manera directa o metafórica recojan un intento de ahondar en las raíces de la propia personalidad que se presenta casi siempre como desasistida y frustrada. En algunos autores es perceptible un profundo lirismo presente en la historia misma o en su expresión formal y literaria, como ocurre con Julio Llamazares (La lluvia amarilla), Adelaida García Morales (El sur, Bene); en otros, la historia aparece tamizada por la ironía, el sarcasmo o, simplemente por la actitud de desesperanza o desidia, como en Juan José Millás (El desorden de tu nombre), Ignacio Martínez de Pisón (Nuevo plano de la ciudad secreta).
  5. Novela experimental. El evidente retroceso del experimentalismo que caracterizó al período anterior no ha impedido ni la presencia minoritaria de una corriente experimental entre los narradores jóvenes (Julián Ríos y Aliocha Coll, por ejemplo) ni, sobre todo, la asimilación de una renovación formal presente en muchos de los novelistas jóvenes. Por lo demás, el experimentalismo se ha prolongado en la narrativa de autores más veteranos como Miguel Espinosa (La fea burguesía) o Juan Benet (Saúl ante Samuel).

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