Literatura española posterior a la Guerra Civil

Literatura española posterior a la Guerra Civil

La literatura española contemporánea (siglos XX y XXI), suele dividirse, por la trascendencia de la contienda en el periodo anterior a la Guerra Civil y en el posterior y hasta nuestros días.

Contenido

Contexto histórico-filosófico

En 1939 acaba la Guerra Civil, y con ella comienza una nueva época tanto literaria como social. Durante esta se da la dictadura de Franco, hasta su muerte en 1975 y la consiguiente proclamación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno. Desde entonces se ha venido dando un bipartidismo imperfecto en el que PP y PSOE se alternan en el poder. A raíz de la Guerra Civil y de la 2ª Guerra Mundial aparece en el contexto filosófico un pesimismo exacerbado en ambos bandos, que entra en contraste con el periodo de exaltación de los vencedores, nada más acabar la guerra. El Régimen tendrá un importante papel de censura, y las manifestaciones artísticas se verán por tanto cohibidas

La lírica española después de 1939

Si, en 1927, Góngora era erigido estandarte de los nuevos poetas durante el tricentenario de su muerte, en 1936, el centenario de la muerte de Garcilaso de la Vega supondrá el cambio hacia el nuevo gusto. De ahí que se hable de «garcilasismo»: una corriente poética que lo toma como modelo para la recuperación de formas clásicas —como el soneto— y excusa para una temática fascista basada en el Amor, Dios o el Imperio, que choca radicalmente con la realidad española del momento.

1944 es un año que marcará una inflexión en este escenario de cartón piedra, y ello por Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso, que cataliza todo el malestar acumulado y abre una vía para la manifestación de lo que aún no se puede nombrar sencillamente. La reacción antigarcilasista se basa en una estética de confrontación indirecta: frente al neoclasicismo, la libertad formal; frente al triunfalismo, la duda o el dolor; frente a la retórica clerical, el diálogo con un Dios conflictivo. Estas corrientes existenciales se encontrarán en las revistas Espadaña (León, 1944), en torno a Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, Corcel (Valencia, 1942) o Proel (Santander, 1944).

Hay excepciones en ese panorama mayoritariamente realista y existencial:

  1. El fenómeno de la vanguardia postista, con su revista Postismo, cuya primera etapa va de 1945 a 1949. El postismo recupera el gusto por el juego, consustancial a la vanguardia, en torno a los nombres de Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro o Ángel Crespo.
  2. La prolongación de un cierto surrealismo explícito, de la mano de Juan Eduardo Cirlot y Sombra del Paraíso, de Vicente Aleixandre.
  3. El grupo de la revista Cántico, de Córdoba, cuya primera etapa irá de 1947 a 1949, en el cual se da una reivindicación del Sur y la Belleza muy deudora del modernismo, o bien la recuperación —también a contracorriente del ambiente literario dominante— de la imagen y lo sensual de la poética del 27, concretamente de Luis Cernuda.

La década de los 50 trae consigo el auge de la poesía social, que busca profundizar en la estética realista con un sesgo marcadamente de izquierda. Característica es la creencia en la poesía como «instrumento, entre otros, para transformar el mundo» (tal como escribía Gabriel Celaya) y como comunicación, algo que va a teorizar Carlos Bousoño, a partir de ideas de Aleixandre. Otros autores de esta generación son José Hierro y Ángel González.

Los llamados «Poetas del 50» desarrollarán lo más personal de su obra en los sesenta. Sin embargo, sus primeros pasos se darán en esta tendencia social. La originalidad del grupo del 50, y la clave de lo más renovador de su lenguaje, está en que, aún dentro del realismo, ellos entierran la concepción de la poesía como instrumento, sea para transformar el mundo (Celaya), sea para la comunicación intersubjetiva (Bousoño). La negación más temprana de estas ideas parte del artículo de Carlos Barral «Poesía no es comunicación», publicado en el número 23 de Laye, en 1953. En él, Barral afirma que la poesía es ante todo un medio de conocimiento, y en primer lugar, para el propio poeta.

El abandono de cualquier posible concepción instrumental de la poesía supone circunscribir la realidad referida a unas coordenadas muy concretas, cotidianas. Así, Jaime Gil de Biedma presenta su propia poesía como «poesía de la experiencia».

En 1970, Castellet publica su antología Nueve novísimos poetas españoles, partida de nacimiento de una nueva promoción y, sobre todo, de una nueva estética, ya curada de realismos. La antología permite vislumbrar algunos rasgos que se asentarán en el futuro inmediato:

  1. La decidida vocación profesoral y reflexiva de todo un sector de estos escritores,
  2. la insistencia en el collage cultural.

Otros autores que no fueron recogidos en la antología Nueve novísimos poetas españoles y que pertenecen con distintas estéticas a esa misma generación del 70 son: Ramón Irigoyen, Antonio Carvajal, Marcos Ricardo Barnatán, Francisco Gálvez, Antonio Colinas, Jenaro Talens, Jaime Siles, Álvaro Salvador Jesús Munárriz,Luis Alberto de Cuenca y Justo Navarro.

Los poetas que se han dado a conocer alrededor de 1980 han procurado crear al margen de escuelas, normas, consignas y modas. Escasamente preocupados por las rupturas violentas, han mirado con respeto (para adaptarla a su nueva sensibilidad, tomarla como ejemplo o parodiarla) hacia una larga tradición que va desde los clásicos, los simbolistas e impresionistas hasta los poetas de los cincuenta —en especial, Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma—. Por el contrario, ha habido poco interés en prolongar la estética de los novísimos.

Jaime Siles señala las siguientes características para estos poetas:

  1. Declive de la estética novísima;
  2. recuperación de los poetas del 50;
  3. relectura de la tradición y revisión de las nóminas generacionales;
  4. importancia de la poesía escrita por mujeres, que son quienes modifican el sistema referencial; y
  5. acuñación de un nuevo paradigma que, pese a su pluralidad, se polariza, y cuyos rasgos distintivos más visibles son:
a) la vuelta a la métrica, a la rima y a la estrofa;
b) el uso del lenguaje coloquial y el empleo de términos del ámbito cotidiano;
c) la readaptación de la épica;
d) el interés por la elegía;
e) la reintroducción del humor, el pastiche y la parodia;
f) la temática urbana y la cotidianeidad;
g) el sentimiento de lo íntimo y lo individual;
h) la presencia, casi como denominador común en las poéticas, de tres palabras-clave que imantan el núcleo generador de los distintos discursos: emoción, percepción y experiencia;
i) un cambio en el sistema referencial;
j) énfasis en la experiencia, en la emoción, en la percepción y en la inteligibilidad del texto;
k) abomina de lo conceptual y lo abstracto.

De las variadas líneas que ha seguido la poesía de esta época, hay que destacar:

  1. La tendencia a un lirismo reflexivo, es decir, a un predominio de lo emocional sobre lo racional. La expresión de la intimidad, las meditaciones sobre las propias experiencias, las preocupaciones intelectuales y vitales, hedonistas, metafísicas, místicas, neorrománticas e, incluso, sociales pasan ahora a un primer plano.
  2. El triunfo de la experiencia sobre la imaginación ha sido también común a los ya numerosos poetas que, mediante la reivindicación con frecuencia del desaliño, del prosaísmo, de las imperfecciones estilísticas, del humor y de la ironía han pretendido dar cuenta de sus vivencias cotidianas y de sus particulares relaciones con el entorno urbano.
  3. El cultivo de la poesía del silencio, concreta, minimalista. Los adscritos a esta tendencia, mediante un afanoso esfuerzo de experimentación con el lenguaje, se han caracterizado por una firme vocación de desprendimiento de todo aquello que puede entorpecer la comunicación y por el despojamiento de lo que imposibilite acercarse al núcleo esencial de lo que hay, existe, es o nos parece que es. Todos han puesto un extremo celo en el uso de la palabra que se quiere esencial y tensa, depurada y concisa, en la estela de los presupuestos de la «poesía pura».

Algunos poetas que se dieron a conocer alrededor de 1980 y en años posteriores son: Blanca Andreu, Felipe Benítez Reyes, Matilde Camus, Francisco Domene, Jesús Ferrero, Álvaro García, Luis García Montero, Menchu Gutiérrez, Rafael Inglada, Salvador López Becerra, Salvador López Becerra, Julio Llamazares, Ana Rossetti, Pilar Quirosa-Cheyrouze, Andrés Trapiello, Álvaro Valverde, Fernando de Villena, Antonio Enrique, Roger Wolfe, José Carlos Cataño. Véase Poesía española contemporánea.

La novela posterior a 1939

Narrativa durante la dictadura franquista: desde 1939 hasta 1975

Las novelas de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil demuestran una total dependencia de las tendencias vigentes en el primer tercio del siglo. Con todo, el exilio, la represión y la censura configuran un precario panorama, agravado por las penurias editoriales y, en general, por el empobrecimiento intelectual del país.

A la sombra de la cultura oficial, pasarán a primer plano los jóvenes del nuevo orden -que ya habían dado muestras de su belicosidad ideológica y literaria a comienzos de los años treinta- junto a novelistas anteriores que se reacomodan a la situación. Ello explica el conformismo de una exigua producción novelística, entre testimonial y panfletaria, que entronca remotamente con la novela comprometida de preguerra.

Junto a esta «novela de los vencedores» hay otra corriente, denominada «neorromántica» o «estetizante», que se nutre de los rescoldos del modernismo, de la experimentación novelesca unamuniana, del preciosismo valleinclanesco y del desenfadado espíritu narrativo de los años veinte. En la vertiente más estimulante de este esteticismo se encuentran las novelas del primer Zunzunegui, junto a La novela número 13 (1940) y El bosque animado (1943) de Wenceslao Fernández Flórez y otras de Tomás Borrás, Julio Camba o Villalonga, además de Alfonso Albalá.

Una tercera vía recurrirá al siempre frecuentado venero del realismo decimonónico. Sin embargo, las cautelas existentes ante la tarea de afrontar la realidad llevan a mirar hacia el pasado. Así sucederá con algunas novelas del Zunzunegui de mediados de siglo o con La ceniza fue árbol (entre 1944 y 1957 sus tres primeras entregas), trilogía-río de Ignacio Agustí sobre la burguesía catalana.

La familia de Pascual Duarte de Cela (1942), Javier Mariño (1943) de Gonzalo Torrente Ballester, Nada (1945) de Carmen Laforet y las primeras novelas de Miguel Delibes suponen el encuentro de la novela de posguerra con la realidad cotidiana.

La década del cincuenta da paso al llamado realismo social, el cual pretende -mediante el recuerdo de la guerra y sus secuelas, la actitud crítica, los personajes colectivos (alienados, explotados, víctimas)- desenmascarar situaciones sociales injustas en clara correspondencia con las que se suceden en la realidad de cada día. Esta tendencia, predominante a lo largo de la década, revitaliza el realismo tradicional a partir de estímulos externos contemporáneos, entre los que se encuentran el cine neorrealista y la novela americana e italiana. Cimas de esta corriente pueden considerarse La colmena, de Camilo José Cela y La noria, de Luis Romero.

Aparecida en 1962, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos marca un considerable avance en la evolución de la narrativa de la posguerra. Su mérito estriba en el tratamiento distanciado de la crítica social mediante un alarde lingüístico y técnico que orienta la creación novelesca hacia un horizonte formal más rico y novedoso.

Puede afirmarse que la década de los sesenta supone, en lo que a la historia de la novela se refiere, una cierta clausura de la interminable posguerra. Nuevas circunstancias económicas, sociológicas y culturales (mínima relajación de la censura, las repercusiones del mayo francés del 68, el conocimiento del nouveau roman, el llamado boom de la novela hispanoamericana, el reencuentro con algunos novelistas del exilio, la sintonía con el experimentalismo europeo) propician una mayor libertad de ejecución entre los cultivadores del género. Esta mayor libertad da pie a una experimentación narrativa, de la que surgen obras como Don Juan, de Gonzalo Torrente Ballester; El roedor de Fortimbrás, de Gonzalo Suárez; Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Volverás a Región, de Juan Benet; El mercurio, de José María Guelbenzu. Si bien no debemos olvidar que esta tendencia experimental tenía precedentes: las Tentativas (1946), de Gabriel Celaya, el realismo mágico del Alfanhui (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio o la desbordante fantasía de Álvaro Cunqueiro.

En vísperas de la muerte de Franco, este proceso experimentador quedará coronado por personales y sólidas realizaciones, entre las que se cuentan Una meditación (1970) y Un viaje de invierno (1972), de Juan Benet; Reivindicación del Conde don Julián (1970), de Juan Goytisolo; La saga/fuga de J. B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; El gran momento de Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano o Si te dicen que caí (1973), de Juan Marsé.

Narrativa desde 1975 hasta nuestros días

La Narrativa posterior a 1975 conoce un progresivo auge hasta nuestros días, que se manifiesta básicamente en la amplia producción y edición de novelas y relatos cortos -es significativa la recuperación de este género tradicionalmente poco valorado-, con el consiguiente aumento de las colecciones dedicadas a la narrativa, traducciones de textos españoles a otras lenguas y proliferación de títulos, premios, reseñas, suplementos, revistas, etc., que, si bien constituyen indicios de vitalidad del género, no facilitan el establecimiento de unas líneas dominantes, sino que ofrecen más bien un panorama confuso del fenómeno narrativo. Por ello, las características que se presentan en las líneas siguientes constituyen tan sólo puntos de referencia que han de tomarse con reservas, dado que, si hay algo que define a la nueva novela, es precisamente la falta de unos criterios universales.

Características principales de la narrativa última:

  1. Sin renunciar por completo a la renovación formal, tiende a utilizar recursos más tradicionales.
  2. No tiene ya como objetivo preferente la búsqueda o la experimentación, sino que prefiere la vuelta al placer de contar.
  3. Quedan lejos ya las intenciones políticas o sociales y cualquier clase de finalidad didáctica o ideológica.
  4. Ausencia de maestros, pese a que no falten influencias concretas reseñables.
  5. Coexisten temas, motivos, estilos y maneras de contar muy diversos entre sí.
  6. Abundan los tonos humorísticos, lúdicos o irónicos, pero también están presentes los aires nostálgicos o líricos en novelas de fuerte carácter intimista; los tratamientos culturalistas, exquisitos o refinados; el empleo libre y sin trabas de la fantasía. No es frecuente, sin embargo, el empeño por el realismo a ultranza.
  7. Por lo general, han desaparecido los grandes personajes y han sido sustituidos muchas veces por seres desvalidos e inseguros.

Lenguaje, estructuras y estilos literarios

En cuanto al lenguaje, se advierte una notable preocupación formal que muchas veces deriva en un barroquismo o en un amaneramiento de la prosa, pero que, por lo general, revela la sensibilidad y la preparación cultural y literaria de los narradores jóvenes y su esfuerzo por lograr un estilo personal y de calidad. No es raro que muchas de las novelas de los jóvenes autores constituyan auténticos ejercicios de virtuosismo lingüístico.

La estructura narrativa se ha hecho más ligera, variada y dinámica como consecuencia del experimentalismo de los sesenta y setenta, pero también ha tendido al empleo de formas sencillas, no demasiado alejadas de las tradicionales: por lo general, se prescinde de disposiciones del texto que resulten trabajosas para el lector.

Aunque no es posible proceder a una clasificación siquiera mínimamente rigurosa, se sugiere el siguiente esbozo de clasificación que atiende a los motivos temáticos y formales dominantes y básicos:

  1. Novela negra o de carácter policíaco, sobre la que han ejercido notable influencia los narradores de la generación inmediatamente anterior, como Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta) y Manuel Vázquez Montalbán (la serie de novelas protagonizadas por el detective Carvalho, por ejemplo), y a la que puede adscribirse la producción de Juan Madrid, Andréu Martín, Arturo Pérez-Reverte, etc.
  2. Novela histórica, en sentido extenso. Esta tendencia venía desarrollándose desde años atrás y a ella no han sido ajenos algunos novelistas de las generaciones precedentes: Gonzalo Torrente Ballester (La isla de los jacintos cortados), Eduardo Mendoza (La ciudad de los prodigios), Jesús Femández Santos (Extramuros), etc. Han proliferado últimamente los escritores sobre cuestiones históricas como Juan Eslava Galán (En busca del unicornio), Arturo Pérez-Reverte (El húsar, El maestro de esgrima), Antonio Muñoz Molina (Beatus ille, El jinete polaco), Julio Llamazares (Luna de lobos), Lourdes Ortiz (Urraca), Antonio Enrique (Santuario del odio, La espada de Miramamolín), Fernando de Villena (Iguazú, El testigo de los tiempos), etc.
  3. Novela culturalista. Esta tendencia es patente en diversas manifestaciones de la creación artística a partir de los novísimos y el grupo de poetas que comenzaron a escribir en torno al año 70. Uno de ellos, Antonio Colinas, ha publicado durante la década de los ochenta sus dos novelas, verdaderos paradigmas de la corriente culturalista (Un año en el Sur y Larga carta a Francesca). El culturalismo como tendencia es heterogéneo: en ocasiones evoca ambientes de épocas pasadas, y se confunde con la novela histórica; describe con minuciosidad ambientes exquisitos atemporales o presentes, pero vinculados a la creación estética; recrea motivos literarios, legendarios o mitológicos. pero, sobre todo, elige como motivo la reflexión acerca del proceso creativo. Podrían adscribirse al grupo algunas novelas de Álvaro Pombo, Jesús Ferrero —cuya narrativa, al menos durante su primera etapa, está marcada por gustos exóticos (Bélver Yin, Opium)—, Álvaro del Amo (Los melómanos), Pedro Zarraluki (Las fantásticas aventuras del barón Boldan), Javier Marías (Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Tu rostro mañana), Antonio Enrique (La armónica Montaña), Fernando de Villena (Sueño y destino).
  4. Novela intimista. Aunque no es fácil deslindar esta categoría, ya que el intimismo constituye una de las notas dominantes de la nueva narrativa, pueden considerarse en este apartado aquellas novelas que de manera directa o metafórica recojan un intento de ahondar en las raíces de la propia personalidad que se presenta casi siempre como desasistida y frustrada. En algunos autores es perceptible un profundo lirismo presente en la historia misma o en su expresión formal y literaria, como ocurre con Julio Llamazares (La lluvia amarilla), Adelaida García Morales (El sur, Bene); en otros, la historia aparece tamizada por la ironía, el sarcasmo o, simplemente por la actitud de desesperanza o desidia, como en Juan José Millás (El desorden de tu nombre), Ignacio Martínez de Pisón (Nuevo plano de la ciudad secreta) y Fernando Delgado (Isla sin mar).
  5. Novela experimental. El evidente retroceso del experimentalismo que caracterizó al período anterior no ha impedido ni la presencia minoritaria de una corriente experimental entre los narradores jóvenes (Jorge Márquez, Julián Ríos y Aliocha Coll, por ejemplo) ni, sobre todo, la asimilación de una renovación formal presente en muchos de los novelistas jóvenes. Por lo demás, el experimentalismo se ha prolongado en la narrativa de autores más veteranos como Miguel Espinosa (La fea burguesía) o Juan Benet (Saúl ante Samuel).

El teatro español en la segunda mitad del siglo XX

Las angustias existenciales, primero, y las inquietudes sociales, más tarde, habituales también en la poesía, el cine y la narrativa española de la época, adquieren especial relieve en la obra de Antonio Buero Vallejo y en la de Alfonso Sastre, quien funda, en 1950, el TAS (Teatro de Agitación Social) y, en 1960, el Grupo de Teatro Realista (G.T.R.).

A la sombra de ambos autores van a surgir, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, diversos dramaturgos —Lauro Olmo, José Martín Recuerda—, a los que habitualmente se agrupa bajo la denominación de Generación realista.

Dichos autores, con la intención de poner al descubierto las injusticias y contradicciones existentes en el seno de la sociedad española, y sin adscripción específica a una ideología concreta, sienten inclinación por un teatro crítico, comprometido y testimonial. También, con el fin de establecer un paralelismo entre el pasado y el presente, cultivan con frecuencia el teatro histórico. Todos ellos se mantuvieron al margen de los experimentos vanguardistas y del teatro del absurdo. Sin embargo, la estética realista deriva, con frecuencia, hacia el esperpento (en Martín Recuerda) y hacia la farsa popular y el ambiente desgarrado del sainete (en Lauro Olmo).

Muy avanzada la década de los sesenta comienza a desarrollarse un teatro de carácter experimental y vanguardista, que ha recibido diversas denominaciones: subterráneo, del silencio, maldito, marginado, inconformista, soterrado, innombrable, encubierto, de alcantarilla, etc. Entre sus representantes, de muy distinta formación y edades, hay que mencionar a: Fernando Arrabal, quien inició su carrera mucho antes, Francisco Nieva, que alcanzará notables éxitos a partir de 1975, y Miguel Romero Esteo, cordobés afincado en Málaga.

Surgen también numerosos grupos independientes —Els Joglars, Els Comediants, Dagoll Dagom, La Cuadra, Teatro Libre, etc.— que buscaron con ahínco una línea de trabajo peculiar e inconfundible.

Sin embargo, el tan esperado florecimiento teatral no se produjo. Las obras publicadas o estrenadas en este período de tiempo ofrecen, con pocas excepciones, un interés limitado, y, como consecuencia, el público, que, además, tiene cubiertas, a través del cine y de otras formas de comunicación, sus necesidades de diversión y de verse representado artísticamente, se siente cada vez menos atraído por este género literario.

De los dramaturgos que iniciaron su carrera en décadas precedentes, Antonio Buero Vallejo y Antonio Gala han mantenido una presencia continuada en los escenarios. Los vinculados a la corriente realista que dominó en los años cincuenta y sesenta, en las escasas obras que han podido estrenar, han mostrado, junto a su fidelidad a antiguos presupuestos estéticos, una mayor inclinación por recrear e interpretar asuntos de la historia pasada. Los autores del teatro experimental que proliferó entre 1968 y 1975 han tenido, si se exceptúa a Francisco Nieva, grandes dificultades para dar a conocer sus producciones. Aunque no son un autor individual, merece destacar en este apartado del teatro de experimentación al grupo La Fura dels Baus.

Los dramaturgos que al terminar la guerra, o en épocas posteriores, se exiliaron —Max Aub, Rafael Alberti, León Felipe, Pedro Salinas, José Bergamín, Jacinto Grau, etc.— permanecieron, con excepciones irrelevantes, alejados de nuestros escenarios.

Mejor acogida han tenido otros dramaturgos de la vieja guardia — Ramón María del Valle-Inclán, Federico García Lorca y, en menor medida, Miguel Mihura, Jardiel Poncela y Alejandro Casona.

Por otra parte, diversos novelistas y ensayistas —Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendoza, Miguel Delibes, Javier Tomeo, Fernando Savater— han hecho sus pinitos en este género, con creaciones originales o con adaptaciones dramáticas de algunos de sus relatos.

También, como ha ocurrido en épocas pasadas, los empresarios han abierto sus puertas, preferentemente, a los cultivadores de un teatro de evasión, humorístico, de corte folletinesco o moralizador y de crítica amable y superficial. Entre los más favorecidos han estado Ana Diosdado y Juan José Alonso Millán.

De los dramaturgos que han iniciado o consolidado su carrera en estos años, algunos —Álvaro del Amo, Sergi Belbel, Vicente Molina Foix, entre otros— han permanecido fieles a procedimientos vanguardistas e innovadores —las exploraciones de mundos oníricos, la apropiación de técnicas habituales en el cine y en el teatro del absurdo y el intento de derribar las barreras que separan la realidad de la ficción y la vida de la apariencia han sido los más habituales— y, en algunos casos, se han decantado por actitudes nihilistas y por la denuncia, mediante el empleo a veces de símbolos y alegorías, de diversos aspectos de la sociedad contemporánea. Otros —en especial, Fermín Cabal, Fernando Fernán Gómez, Paloma Pedrero, Jesús Campos y José Sanchís Sinisterra—, aunque puedan servirse esporádicamente de técnicas más novedosas, se han esforzado por revitalizar el sainete, la farsa, el esperpento, la comedia de costumbres, el drama naturalista y el realismo poético y fantástico. A través de estas modalidades dramáticas han pretendido dar testimonio de los problemas de la sociedad en que viven (la violencia, el paro, la droga, la delincuencia y las más diversas formas de opresión social), en encontrar nuevos ángulos para enfrentarse a conflictos habituales del ser humano (la soledad, la incomunicación, el desvalimiento, la marginación, el amor, el sexo, la frustración, la desesperanza, la necesidad de romper con prejuicios atávicos, las posibilidades de un cambio social, encaradas casi siempre con notable escepticismo, etc.) o han tenido como meta el juego intrascendente y ameno.

Véase también


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