Reinado de Isabel II de España

Reinado de Isabel II de España

Reinado de Isabel II de España

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Isabel II.

A la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833, su esposa, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias asumió la Regencia con el apoyo de los liberales y, en nombre de su hija y futura reina, Isabel II. El conflicto con su cuñado, Carlos María Isidro de Borbón, que aspiraba al trono en virtud de una pretendida vigencia de la Ley Sálica (ya derogada por Carlos IV y el propio Fernando VII) llevaron al país a la Primera Guerra Carlista.

Al alcanzar la mayoría de edad por resolución de las Cortes Generales ante el fracaso de la Regencia de Espartero en 1843, se sucedieron varios periodos caracterizados por un intento modernizador de España que se vio contenido, sin embargo, por las tensiones internas de los llamados "liberales", la presión que siguieron ejerciendo los partidarios del absolutismo más o menos moderado, los gobiernos totalmente influidos por el estamento militar y el fracaso final ante las dificultades económicas y la decadencia de la Unión Liberal que llevaron a España a la experiencia del Sexenio Democrático.

La personalidad de la Reina Isabel, con un carácter aniñado, sin dotes para el gobierno y presionada en todo momento por la Corte, especialmente por su propia madre y los generales Narváez, Espartero y O'Donnell, impidió que el debido tránsito del Antiguo Régimen a un modelo liberal culminase, por lo que España llegó al último tercio del siglo XIX en condiciones claramente desfavorables respecto a otras potencias europeas.

Contenido

Las Regencias de María Cristina y Espartero

Artículo principal: Regencias y Constitución de 1837 en España

La Regencia de María Cristina estuvo marcada por la guerra civil y el enfrentamiento entre los generales cuyas voluntades y criterios dominaban, no sólo la vida del país sino también el incipiente desarrollo de los partidos políticos. Francisco Cea Bermúdez, muy próximo a las tesis absolutistas del difunto Fernando VII fue el primer Presidente del Consejo de Ministros. La ausencia de conquistas liberales forzó la salida de Cea y la llegada de Martínez de la Rosa quien convenció a la Regente para promulgar el Estatuto Real de 1834, una Carta Otorgada que supuso un retroceso frente a la Constitución de Cádiz.

El fracaso de los conservadores llevó al poder a los liberales en el verano de 1835. La figura más destacada de este periodo fue Juan Álvarez Mendizábal, político y economista de grandes dotes y prestigio que consiguió detener las sublevaciones liberales en todo el Estado e iniciar reformas económicas y políticas, las más importantes de ellas en el seno del ejército español y en la hacienda pública con el proceso de desamortización de los bienes de la Iglesia católica. Tras la dimisión de Mendizabal, acosado por múltiples conflictos, llegó la Constitución de 1837 de la mano de José María Calatrava en un intento por conjugar el espíritu de la Constitución de Cádiz al tiempo que contentaba a los partidarios del Antiguo Régimen.

La Guerra Carlista generó graves problemas económicos y políticos. La lucha contra el ejército del carlista Tomás de Zumalacárregui, alzado en armas desde 1833, obligó a la Regente a depositar buena parte de su confianza en los militares cristinos que alcanzaron gran renombre entre la población. De ellos destacó el general Espartero quien fue el encargado de certificar la victoria final en el Convenio de Oñate. Esta situación, en la que los militares sustituían a los débiles partidos políticos, provocó una crisis gubernamental permanente donde los intereses de los distintos mandos militares fueron imponiendo sucesivos gobiernos carentes de autoridad.

En 1840, María Cristina, consciente de su debilidad, trató de llegar a un acuerdo con Espartero, pero éste siguió intrigando hasta que el 1 de septiembre estalló la revolución liberal en Madrid. María Cristina se vio obligada a abandonar la Regencia en manos de Espartero y desterrarse en Francia.

El 12 de octubre de 1840, con un amplio apoyo popular, Espartero asumió la Regencia. Sin embargo, el general no supo rodearse del espíritu liberal que le había llevado al poder, y prefirió confiar los asuntos más importantes y trascendentales a los compañeros de armas que le habían acompañado en la Guerra Carlista y en la Batalla de Ayacucho.

Baldomero Espartero

De hecho, ejerció la Regencia en forma de dictadura militar. Por su parte, los conservadores representados por Leopoldo O'Donnell y Narváez no cesaron en sus pronunciamientos. En 1843 el deterioro político y económico alcanzó proporciones colosales, y la impopularidad de Espartero había crecido de tal manera que hasta los liberales que le habían apoyado tres años antes, conspiraban contra él. El 11 de junio de 1843 la sublevación de los moderados fue también arropada por los hombres de la confianza de Espartero como Joaquín María López y Salustiano Olózaga, lo que obligó al general a abandonar el poder y marchar al exilio en Londres.

La mayoría de edad de la Reina Isabel II

Con la caída de Espartero, el conjunto de la clase política y militar llegó al convencimiento de que no debía instarse una nueva Regencia, sino reconocer la mayoría de edad de la Reina, a pesar de que Isabel tan sólo contaba con trece años. Así, hasta 1868 se desarrolló un reinado complejo, no exento de altibajos, que marcaron el resto de la situación política del siglo XIX y parte del siglo XX en España.

Durante este tiempo se sucedieron distintos periodos identificables con cambios en la situación política, económica y social. De ellos destacan tres: La década moderada hasta 1854, el Bienio Progresista hasta 1856 y el proceso de los gobiernos de la Unión Liberal hasta 1868.

Un inicio tormentoso

Isabel II juró la Constitución de 1837 el 10 de noviembre de 1843 ante las Cortes Generales. Inmediatamente, pidió al progresista Salustiano Olózaga, que había pactado con María Cristina el regreso de ésta del exilio, la formación de su primer gobierno. Sin embargo, la pérdida de la votación para la elección del Presidente del Congreso de los Diputados y las acusaciones contra su persona por parte del reaccionario Luis González Bravo que lo había acusado sin fundamento de intrigar contra la Reina y haber forzado a la misma a la firma del Decreto de disolución de las Cortes, que se consumó el 28 de noviembre, le obligaron a dimitir y a la consecuente ruptura del acuerdo de facto entre progresistas y moderados que había puesto fin a la Regencia de Espartero.

González Bravo, que era títere de las intrigas del general Ramón María Narváez, fue nombrado nuevo Presidente del Consejo de Ministros el 1 de diciembre e inmediatamente propuso discutir en la Cámara la acusación contra Olózaga. Durante las sesiones éste evidenció la falsedad de las acusaciones, pero la mayoría parlamentaria de la que disponía González Bravo tras las elecciones le permitió ganar la votación y Olózaga marchó a Inglaterra, no tanto por un destierro que no había sido dictado, sino por temor a su propia vida que estaba amenazada en Madrid. En algunos puntos de la geografía nacional se veía con recelelo la dirección política que adquiría el Reino, por lo que se producieron algunas rebeliones, como la Rebelión de Boné liderada por Pantaleón Boné, el cual se apoderó de la ciudad de Alicante durante más de 40 días con la intención de extender su revolución a otras ciudades nacionales.

La década moderada

Artículo principal: Década moderada
Ramón María Narváez

Posteriormente, el liderazgo del Partido Moderado recayó en Narváez, que asumió la Presidencia del Gobierno dando con ello inicio a la que se ha denominado Década Moderada. Durante este periodo de relativa estabilidad, los denominados moderados trataron de dar un vuelco a los avances en las libertades de la Regencia de Espartero, dictándose una nueva constitución, la de 1845 que regresará al modelo de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes y reforzó los poderes de la Corona.

La división del Partido Moderado fue evidente desde los primeros momentos y eso coadyuvó a la inestabilidad final que provocó más tarde el cese de Narváez el 11 de febrero de 1846, asociado al conflictivo negocio matrimonial que se pactaba para la Reina. En efecto, ésta se casará en dicho año con Francisco de Asís de Borbón, primo suyo, el 10 de octubre. Antes, la madre de la Reina, la ex Regente María Cristina había urdido un plan matrimonial para casar a su hija con el heredero de la Corona francesa. Tales propósitos levantaron las suspicacias de Inglaterra que a toda costa quería que se respetase el Tratado de Utrecht y evitar que las dos naciones estuvieran unidas bajo un solo rey. Tras los Acuerdos de Eu se limitó el número de candidatos para Isabel a poco más de seis, entre lo que finalmente se eligió a Francisco de Asís.

Grabado del Palacio de las Cortes en 1843

Sucesión de gobiernos

El gobierno de Francisco Javier de Istúriz consiguió mantenerse hasta el 28 de enero de 1847, cuando un pulso por el control de las Cortes con Mendizábal y Olózaga, de retorno ya del destierro tras la personal autorización de la Reina, le obligó a dimitir. De enero a octubre de ese año se sucedieron tres gobiernos sin rumbo mientras los carlistas seguían creando problemas, al tiempo que algunos emigrados españoles volvían del exilio con la esperanza de ver un régimen liberal instaurado en España.

El 4 de octubre fue nombrado de nuevo Presidente Narváez, quien designó como mano derecha y Ministro de Fomento al conservador Bravo Murillo. El nuevo gobierno fue en principio estable hasta que la Revolución de 1848 que recorría toda Europa, protagonizada por el movimiento obrero y la burguesía más liberal, provocó insurrecciones en el interior de España, duramente reprimidas; además se produjo la ruptura de relaciones diplomáticas con Gran Bretaña al considerarla partícipe e instigadora de los movimientos carlistas en la denominada Guerra de los Matiners. Narváez actuó como un auténtico dictador enfrentándose a la Reina, al Rey consorte, a los liberales y a los absolutistas. La situación de enfrentamiento duró hasta el 10 de enero de 1851 en el que se vio obligado a dimitir para ser sustituido por Bravo Murillo.

En el gobierno conservador de Bravo se evidenció un alto grado de corrupción pública fruto de un gran crecimiento económico desordenado y de intrigas internas por obtener ventajas en las concesiones públicas, situación en la que estaba implicada la propia familia real al completo. Bravo Murillo, al que muchos consideran un servidor público honrado, cesó en 1852, y le sucedieron tres gobiernos hasta julio de 1854. Mientras tanto, Leopoldo O'Donnell, antiguo colaborador de la ex Regente María Cristina, se unió a los moderados más liberales y trató de organizar una sublevación, contando con un buen número de oficiales y algunas de las figuras que, años más tarde, fueron destacados políticos como Antonio Cánovas del Castillo. El 28 de junio O'Donnell, que se había ocultado en Madrid, se unió a diversas fuerzas y se enfrentó con las tropas leales al gobierno en Vicálvaro, en lo que se conoce como La Vicalvarada, sin que resultara un vencedor claro. A lo largo de junio y julio se unieron al alzamiento otras tropas en Barcelona. El 17 de julio, en Madrid, civiles y militares salieron a la calle en una sucesión de actos violentos, poniendo en peligro la vida misma de la madre de la Reina, María Cristina, que debió buscar refugio. Las barricadas y el reparto de armas dieron la victoria a un pueblo cansado de la situación corrupta.

Las acciones más destacadas de la década moderada

Se trató de apaciguar el enfrentamiento con la Santa Sede como consecuencia de los procesos de desamortización llevados a cabo por Mendizábal en el periodo anterior mediante la firma de un Concordato en 1851 con el Papa Pío IX, el segundo de la historia de España que, en síntesis, venía a establecer una política de protección de los bienes de la Iglesia Católica ante posibles nuevos procesos de incautación de los mismos, especialmente los civiles; se frenó la venta de los que todavía estaban en poder del Estado y la Iglesia obtuvo compensaciones económicas. En su artículo primero el Concordato establecía que

La religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquier otro culto continúa siendo la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de S. M. Católica con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones (...)

En el plano legislativo, se aprobaron diversas leyes orgánicas que acentuaron la centralización de la administración pública mediante el control del poder político de los ayuntamientos y las universidades, en un claro intento de limitar las Juntas que se mantenían activas e independientes en todo el Estado, muy influidas por los liberales.

El Bienio Progresista

Artículo principal: Bienio Progresista

Tras algunos intentos desesperados de la Reina por nombrar un Presidente del Consejo que contuviera las algaradas, finalmente se rindió a la evidencia y, siguiendo el dictado de su madre, antes de ver al traidor O'Donnell en el poder, nombró a Espartero Presidente. Con él se inició el llamado Bienio Progresista.

El 28 de julio de 1854 entraron en Madrid Espartero y O'Donnell aclamados por la multitud como héroes. La Reina encargó formar gobierno a Espartero que se vio obligado a nombrar Ministro de la Guerra a O´Donnell debido a su popularidad y al control que ejercía sobre amplios sectores militares. Esta comunión perversa entre ambos, aparentemente fieles uno al otro, no estuvo exenta de problemas. Mientras que O´Donnell trataba de contrarrestar las prácticas liberales de Espartero en cuanto a su posición sobre la Iglesia y la desamortización, el antiguo regente buscaba un camino hacia el liberalismo en España muy influido por su propia personalidad y los cambios que se operaban en Europa.

O'Donnell fue pergeñando la Unión Liberal mientras convivía con Espartero en el Gobierno. Las propias elecciones a Cortes Constituyentes de 1854 dieron un mayor número de escaños a los partidarios del primero que del segundo. Así las cosas no es de extrañar que los intentos de convivencia naufragasen al tiempo de la desamortización de Madoz y la cuestión religiosa, al presentarse ante las Cortes un proyecto que declaraba que nadie podía ser molestado por sus creencias. La propuesta fue aprobada y se rompieron las relaciones con la Santa Sede, decayendo el Concordato de 1851. Pero O'Donnell no estaba dispuesto a que esta situación se perpetuase. Espartero, consciente de la situación, activó sus resortes en defensa del liberalismo movilizando a la Milicia Nacional y a la prensa en contra de los ministros moderados, pero la Reina prefirió conceder la jefatura del Gobierno a O'Donnell ante una situación tan inestable, a la que se sumaban las sublevaciones carlistas en Valencia y una grave situación económica. Ambos bandos se enfrentaron en acciones militares en las calles los días 14 y 15 de julio de 1856, donde Espartero prefirió retirarse.

Los gobiernos de la Unión liberal

Artículo principal: Gobiernos de la Unión Liberal
El General O'Donnell protagonizó la Vicalvarada que dio inicio al Bienio Progresista y fue el artífice de los gobiernos de la Unión Liberal

Una vez O'Donnell nombrado Presidente del Consejo de Ministros, restauró la Constitución de 1845 con un Acta Adicional con la que trató de atraerse a sectores liberales. Las luchas entre las distintas facciones moderadas y liberales, y entre ellas mismas, continuaron a pesar de todo. Tras los sucesos de julio, la debilidad de O'Donnell llevó a la Reina a cambiar de nuevo de Gobierno con Narváez. La inestabilidad se mantuvo hasta 1857. Con el regreso de O'Donnell se inició la larga andadura de los gobiernos de la Unión Liberal.

El 30 de junio de 1858, O'Donnell formó gobierno, en el que se reservó el Ministerio de la Guerra. El gabinete duró cuatro años y medio, hasta el 17 de enero de 1863, y fue el gobierno más estable del periodo. Aunque con cambios puntuales, no contó con más de una docena de ministros. Las personas claves del nuevo ejecutivo fueron el ministro de Hacienda, Pedro Salaverría, encargado de mantener la recuperación económica, y el de Gobernación, José de Posada Herrera, que controló desde el poder con maestría y habilidad las listas electorales y cualquier salida de tono de los miembros del nuevo partido: la Unión Liberal.

Se restableció nuevamente la Constitución de 1845 y las elecciones a Cortes del 20 de septiembre de 1858 otorgaron a la Unión Liberal un absoluto control del poder legislativo. Las más destacadas actuaciones fueron las grandes inversiones en obras públicas, con la aprobación incluso de créditos extraordinarios, que permitieron el desarrollo del ferrocarril y la mejora del ejército; se continuó con la política desamortizadora, si bien el Estado entregó a cambio deuda pública a la Iglesia y repuso el Concordato de 1851; se aprobaron distintas leyes que serían claves posteriormente y cuya vigencia alcanzó el siglo XX: Ley Hipotecaria, reforma administrativa interna de la administración central y de los municipios y primer Plan de Carreteras. En su contra, el Gobierno no consiguió desterrar la corrupción política y económica que alcanzaba a todos los estamentos del poder, no aprobó la anunciada ley de prensa y, a partir de 1861, vio decaer los apoyos parlamentarios.

Sublevaciones carlistas y campesinas

En 1860 se produjo el Alzamiento carlista de San Carlos de la Rápita, dirigido por el pretendiente al trono Carlos Luis de Borbón en un intento por desembarcar desde Baleares cerca de Tarragona el equivalente a un regimiento de fieles para iniciar una nueva guerra carlista y que acabó en un estrepitoso fracaso. Igualmente se produjo la Sublevación campesina de Loja dirigida por el veterinario Rafael Pérez del Álamo, y que fue el primer gran movimiento campesino en defensa de la tierra y el trabajo, reprimido y aplastado en poco tiempo con varias condenas a muerte.

Política exterior isabelina

España había sufrido, tras la independencia de los países sudamericanos y la derrota en Trafalgar un imparable deterioro en su condición de potencia colonial, al tiempo que su papel en Europa había menguado considerablemente. Francia e Inglaterra habían ocupado el espacio europeo y sus respectivos imperios actuaban en América, Asia y África.

La política exterior trató de limitarse a mantener la condición de potencia de segundo orden de España, pero tal situación estuvo limitada por varios aspectos. En primer lugar, por la indefinición de la acción internacional española, incluso durante los gobiernos de la Unión Liberal; en segundo lugar, por mantener en distintos puntos del globo intereses económicos que, sin embargo, no podían ser atendidos por un ejército moderno y capaz de hacer frente a los retos que suponía desplazarse por todo el orbe; en tercer lugar, por la propia ineficacia y desconocimiento de la política internacional de la Reina; y en cuarto y último lugar, por la fortaleza militar y económica de Francia y Gran Bretaña.

El panorama europeo había cambiado. Por un lado, Gran Bretaña y Francia, lejos de enfrentarse como en el pasado, se habían aliado, ayudando a Isabel II a mantenerse en el trono. Prusia, Austria y Rusia eran partidarias de los carlistas, a quienes prestaron su apoyo más o menos veladamente. En estas circunstancias, España se integró en la Cuádruple Alianza junto a Portugal bajo sencillas premisas: Francia y Gran Bretaña apoyaban a la monarquía isabelina siempre y cuando mantuviera un política exterior convenida con ambos, aunque cuando las dos grandes potencias sostuviesen posturas distintas, España podía defender su propia posición.

Durante los gobiernos de la Unión Liberal, y aún antes en 1848, España se sintió fuerte para tratar de recuperar parte de su pasadas glorias, siempre con el consentimiento de las potencias que la custodiaban. Así se explican la acciones llamadas "de prestigio" o de "exaltación patriótica" que tuvieron un amplio apoyo popular con la Expedición franco-española a Conchinchina desde 1857 a 1862, la participación en la Guerra de Crimea, la Guerra de África de 1859 en la que O'Donnell obtuvo un gran apoyo popular y un gran prestigio al consolidar las posiciones de Ceuta y Melilla pero no pudiendo obtener Tánger por las presiones inglesas, la expedición anglo-franco-española en México y la anexión de Santo Domingo en 1861 y la cuestionada, por innecesaria, Primera Guerra del Pacífico en 1863.

Deterioro y caída del gobierno de la Unión Liberal

En 1861 la política de acoso al gobierno de O'Donnell se multiplicó por parte del Partido Moderado y del Progresista. Abandonaron la Unión Liberal por discrepancias con el gabinete personas tan influyentes como Cánovas, Antonio de los Ríos Rosas -uno de sus fundadores- y el propio general Prim entre otros. La queja más común era la traición a las ideas que habían llevado al poder al prestigioso general. A ellos se unieron miembros del ejército y la burguesía catalana. Las discrepancias del gabinete no se solventaron con la salida de Posada Herrera en enero de 1863. Así, el 2 de marzo la Reina aceptó la renuncia de O'Donnell.

Decadencia y fin del reinado

La sustitución no era fácil. Los partidos tradicionales contaban con no pocos problemas y enfrentamientos entre sus miembros. Las filas moderadas fueron las que, a través del general Fernando Fernández de Córdova, ofrecieron la posibilidad de formar gabinete. Los progresistas, con Pascual Madoz al frente, consideraban conveniente la disolución de las Cortes. Finalmente la Reina confió el gobierno a Manuel Pando Fernández de Pineda, conde de Miraflores, que apenas contaba con apoyos y cuya presidencia no duró más que hasta enero de 1864. Otros siete gobiernos se sucedieron hasta la revolución de 1868, destacando entre ellos el presidido por Alejandro Mon y Menéndez que contó con Cánovas como ministro por vez primera en Gobernación y Salaverría en Hacienda. Por su parte, los Progresistas daban por superado a Espartero, y Olózaga junto a Prim fueron configurando una alternativa que no confiaba en la capacidad de Isabel II para salir de la crisis permanente.

Narváez formó gobierno el 16 de septiembre de 1864 con la intención de aglutinar fuerzas y recoger un espíritu unionista que permitiera la integración de los Progresistas en la política activa, temeroso de que el cuestionamiento del reinado fuera más allá. La negativa Progresista a participar en un sistema que consideraban corrupto y caduco llevó a Narváez al autoritarismo y a una cascada de dimisiones en el seno del gabinete. A todo ello se sumaron, para descrédito del gobierno, los sucesos de la Noche de San Daniel el 10 de abril de 1865. Los universitarios de la capital protestaban contra las medidas de Antonio Alcalá Galiano, que trataba de alejar el espíritu del racionalismo y el krausismo de las aulas, manteniendo la vieja doctrina de la moral oficial de la Iglesia católica, y contra la expulsión de la cátedra de Historia de Emilio Castelar por sus artículos en La Democracia, donde denunciaba la venta del Patrimonio Real con apropiación por parte de la Reina del 25 por 100 de los ingresos. La dura represión gubernamental de la protestas provocó la muerte de trece universitarios.

La crisis llevó a formar un nuevo gobierno el 21 de junio con el regreso de O'Donnell, Cánovas y Manuel Alonso Martínez en el Ministerio de Hacienda, además de otras figuras destacadas. Entre otras medidas se aprobó una nueva ley que permitió incrementar el cuerpo electoral hasta los cuatrocientos mil votantes, casi el doble del número anterior y se convocaron elecciones a Cortes. Sin embargo, antes de celebrarse éstas, los progresistas anunciaron que mantenían su retraimiento. Así las cosas, Prim se sublevó en Villarejo de Salvanes en un claro giro político que apostaba por tomar el poder mediante las armas, pero la ejecución del golpe no contó con la adecuada planificación y fracasó. De nuevo, la actitud hostil de los progresistas enervó a O'Donnell que reforzó el contenido autoritario del gobierno, lo que provocó la sublevación del Cuartel de San Gil el 22 de junio, de nuevo organizada por Prim pero que, también de nuevo, fracasó y llenó de sangre las calles con más de sesenta condenas a muerte.

O'Donnell se retiró, agotado, de la vida política y en julio le sustituyó Narváez, que condonó las penas no ejecutadas a los sublevados pero mantuvo el rigor autoritario con expulsiones de las cátedras de los republicanos y krausistas y el reforzamiento de la censura y el orden público. Con la muerte de Narváez le sucedió el 23 de abril de 1868 el autoritario Luis González Bravo pero la revolución estaba fraguada y el fin de la monarquía se acercó el 19 de septiembre con La Gloriosa al grito de "¡Abajo los Borbones! ¡Viva España con honra!" al tiempo que Isabel II marchaba al exilio francés para dar inicio al Sexenio Democrático.

La sociedad isabelina

Densidades de población por provincias en el 1857

La España del reinado de Isabel II había evolucionado con respecto a la heredada de su padre, Fernando VII, especialmente en el terreno económico y en las obras públicas, así como en la estructura social. Pero estos cambios, que en Europa operaban a velocidad vertiginosa, en España fueron relativamente lentos e inconstantes. Por una parte, la población aumentó hasta que al final del reinado había pasado de 12 a 16 millones de habitantes, aunque las tasas de mortalidad seguían siendo muy altas. El hambre y el cólera hicieron estragos en todo el periodo. Las tasas de urbanización eran bajas y el nivel de instrucción sólo había llegado a alfabetizar a un 20% de la población. Por su parte, la nueva economía avanzaba muy lentamente. Mientras la revolución industrial cambiaba completamente la economía europea, en España la permanente guerra civil con los carlistas y la incapacidad de organizar un estado liberal impidió el nacimiento de un proceso real de industrialización. Sólo en puntos concretos de la geografía peninsular y con escasos apoyos públicos en infraestructuras se apreciaba un cambio económico hacia el capitalismo.

Crecimiento y desarrollo de la población

Principales ciudades de España en 1857[1]

Posición Ciudad Población
Madrid 281.170
Barcelona 183.787
Sevilla 112.529
Valencia 106.435
Málaga 94.293
Murcia 89.314
Cádiz 70.811
Granada 68.743
Zaragoza 63.399
10ª Cartagena 59.618

En 1834, al comienzo del reinado, España contaba con aproximadamente 13.380.000 habitantes según los censos oficiales; hacia 1860 esta cifra había llegado a 15.674.000, con un crecimiento medio del 0,56 por 100, el más alto del siglo XIX. Las razones de este incremento demográfico se encuentran en la mejora de las condiciones sanitarias e higiénicas. Lejos de lo que pueda parecer sin embargo, la tasa de mortalidad seguía siendo muy alta -del 27 por 1000-. Por contraste, en Europa esta explosión demográfica fue mucho mayor porque se redujo drásticamente el número de defunciones.

Salamanca en un plano de 1858

Las epidemias de cólera de 1834, 1855 y 1865, así como las de hambre de 1837, 1847, 1857 y 1867 (asociadas cada decenio a las pésimas cosechas) provocaron una alta mortandad que frenó el desarrollo.

Los flujos migratorios se resolvieron desde las ciudades de tipo medio que en el pasado habían florecido gracias a la actividad agrícola, hacia las más grandes, especialmente aquellas que comenzaban a despegar con la incipiente industrialización como Barcelona, Madrid, Valladolid, Bilbao, Zaragoza y Málaga, así como las máyores áreas industriales del norte como el País Vasco y Asturias. También se incrementó la emigración hacia América y Francia.

Las clases sociales

El fin del Antiguo Régimen fue también el de los cambios en la estructura social desde la forma estamental a las clases sociales, pero España no experimentó una revolución burguesa al modelo francés, por lo que no terminó de estructurarse conforme las sociedades industriales del siglo. La nobleza y la aristocracia disminuyeron su número e influencia, aunque de manera muy lenta, adaptándose parcialmente a los nuevos tiempos. En 1836 se dictó un decreto por el que se suprimieron las vinculaciones de toda especie, dando por terminado el sistema de economía feudal, pasando al modelo capitalista. Su papel en la política fue menor que el que ejercían en la misma los militares, aunque la Corte siguió siendo inagotable fuente de recursos y títulos nobiliarios. Muchos nobles acrecentaron sus bienes con las distintas desamortizaciones -más del 80 por 100 de los bienes desamortizados pasaron a sus manos-, si bien en algunos lugares eso sirvió para convertir las tierras baldías en productivas. Lo que sí conservaron los nobles en las distintas reformas constitucionales fueron sus derechos como próceres del Reino para acceder al Senado.

La burguesía industrial española se concentró sobre todo en Madrid y Barcelona. Su número se incrementó, pero sus aportaciones al crecimiento económico y la industrialización fueron pobres en el conjunto de España, donde las grandes empresas eran claramente dependientes de la inversión extranjera, singularmente la británica. No obstante, la incipiente banca desempeñó un papel activo en el conjunto de la economía, los contratos del Estado para el desarrollo de obras públicas concentraron capitales, la conversión de terrenos desamortizados para nuevos usos agrícolas permitió en algunas zonas cierto crecimiento y modernización, las actividades de importación y exportación se incrementaron y la inversión inmobiliaria con nuevos planes de desarrollo urbano fue muy activa. Más que de una burguesía industrial, se trataba de una burguesía terrateniente que, con abundante mano de obra, se preocupó poco por la mecanización y la incorporación de moderna tecnología en las explotaciones agrarias.

Una clase social intermedia estuvo formada por los eclesiásticos, los funcionarios, los militares, los abogados y los profesores. Excepto los primeros, que vieron reducido su número a menos de la mitad -unos 63.000 en 1860-, el resto creció, especialmente los vinculados a la administración pública. Su importancia social estaba unida a las características del periodo isabelino: militares y funcionarios eran claves en el desarrollo de España.

Las denominadas "clases urbanas" estaban compuestas por artesanos, pequeños comerciantes y trabajadores. Las ciudades capitales de provincia, salvo algunas excepciones, crecieron en población, y en ello había un componente nuevo: la industrialización. La sociedad isabelina mantenía todavía un alto porcentaje de artesanos que ocupaba a cerca de 670.000 ciudadanos en todos los sectores y oficios, pero también a unos 170.000 obreros que se empleaban en las nuevas industrias. El ferrocarril alcanzó la cifra de 15.000 empleados. En total, el 24 por 100 de la población dependía de la economía emergente.

Los trabajadores del campo se clasificaban en dos tipos básicos: los jornaleros, sobre todo en la mitad sur peninsular, que permanecieron en situación de profunda miseria y a quienes la desamortización les privó, no ya de los bienes comunales que antes explotaban, sino también de la oportunidad de adquirirlos u obtener un arrendamiento ventajoso de los mismos; y los campesinos o labradores, titulares del dominio o de algún arrendamiento y cuya situación económica era mejor. Ambos grupos representaban, junto a los rentistas, pastores, ganaderos y pescadores, el 62 % de la población hacia el final del reinado.

Unas formaciones políticas difusas

Junto a la Unión Liberal que surgió de la mano de Leopoldo O'Donnell como formación dirigida a integrar distintos sectores en un cuadro de mando y de gobierno exclusivamente, se encuentran en esta etapa dos formaciones políticas claras: el Partido Progresista y el Partido Democrático. Una tercera formación que se viene en llamar el Partido Moderado no mantuvo una estructura clara en momento alguno. Cada formación estaba alineada con su estructura militar correspondiente.

La principal característica de las distintas formaciones fue su vinculación con el ejército y, de hecho, sus máximos líderes eran generales isabelinos. En muchas ocasiones, los pronunciamientos militares, las algaradas, las rencillas personales por motivos de ascensos, se confundían con las ideologías políticas, dando con ello lugar a un ir y venir de gobiernos y de cambios de partidos que no se superó en todo el reinado. Los moderados con Narváez, los progresistas con Espartero y O'Donnell -aunque este último crea la Unión Liberal después para dar un giro a su política y obtener el poder-; los demócratas contaron al final con el general Prim.

Los integrantes del moderantismo constituían un grupo complejo en el que se encuadraban desde liberales moderados a monárquicos absolutistas y elementos próximos al carlismo. Su representante más destacado fue Narváez y, salvo en la Década Moderada, su influencia fue decreciendo. Básicamente eran defensores de un modelo constitucional como el que fijaba el texto de 1845 donde las Cortes y la Monaquía compartían la soberanía nacional, partidarios de la confesionalidad del Estado, contrarios a las desamortizaciones y tendentes a reprimir por la fuerza cualquier síntoma de liberalismo.

El Partido Progresista tenía un corte más liberal, aunque estaba también integrado por multitud de grupúsculos de todas clases. Consideraron la Constitución de 1845 como un freno, creían en la separación entre la Iglesia y el Estado, en las reformas educativas, el proceso desamortizador y se opusieron con firmeza a los últimos años de la Unión Liberal para provocar la revolución de 1868 y destronar a la Reina.

El Partido Democrático constituyó la formación más a la izquierda en el espectro político isabelino. Fue instigador de la revuelta de 1868 que dio al traste con el reinado, y estaba integrado por elementos provenientes del incipiente republicanismo, una parte de la burguesía catalana, muchos intelectuales y filósofos y el nuevo movimiento obrero.

Una economía que evoluciona

Durante este periodo la economía española sufrió cambios significativos. A partir de 1850 se inició un proceso que aceleró la modernización, se incorporó nueva tecnología de producción, se incrementaron las explotaciones mineras, aumentaron las inversiones públicas y progresó la industrialización.

Pero estos cambios, con ser importantes, se verán circunscritos a zonas determinadas, actividades específicas o no mantendrán un continuo en el tiempo. Las razones fundamentales para que lo que en Europa es una auténtica revolución industrial sufra en España una ralentización tan significativa se explica por varios fenómenos: en primer lugar la tardanza en el establecimiento de mejoras en las comunicaciones; en segundo lugar, el alto nivel de analfabetismo que alcanzaba a más del 80 por 100 de la población; en tercer lugar la inestabilidad política y las continuas guerras civiles con los carlistas que detraen la economía; y en cuarto lugar, un bajo nivel de capitalización y cultura económica.

Un país agrícola

En España bajo el reinado de Isabel II el 62,5 por 100 de la población dependía todavía de la agricultura, bien es verdad que se había avanzado respecto a la época de Carlos IV cuando esa dependencia era del 70 por 100.

Alrededor de 9.500.000 españoles vivían a cuenta del sector primario, centrado especialmente en los cultivos de secano -trigo y cebada-. No obstante, se iniciaron nuevos cultivos más rentables que ofrecían un mayor valor añadido como la vid -España se convertirá en primer productor mundial de vino tras la plaga de filoxera en Francia-, los cítricos y el olivo. La desamortización favoreció que algunos labradores destinasen sus esfuerzos y recursos a los regadíos de diversos territorios, aunque el efecto será más notable en el norte y levante que en el sur, salvo para algunas zonas de la cuenca del Guadalquivir.

La industria

Inauguración del ferrocarril a Langreo. Cuadro de Jenaro Pérez Villamil. 1852

Hacia 1860 la siderurgia se concentrará en el sur y, más tarde, en el norte, creándose la primera empresa en Málaga. Las industrias textiles y de papel se ubicarán en Cataluña y en la actual Comunidad Valenciana. Barcelona será el primer núcleo claramente industrial en las décadas de 1850 y 1860, con un fuerte peso de la llamada regionalización inversora, esto es, de una concentración industrial marcada por el esfuerzo de la burguesía de cada territorio y que sólo permanece en la zona originaria, lo que a la larga ocasionará una distancia considerable entre unas regiones y otras en su desarrollo al final del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX.

Instrumento singular de la industrialización fue el ferrocarril, cuyo primer Plan General fue aprobado en 1851. En 1855 se aprobará la Ley general de Caminos de Hierro. De los pocos kilómetros que existían tras la apertura de la línea Barcelona-Mataró en 1848, se pasó a tener una red de más de 5.000 que irradiaba desde Madrid hacia el resto de España. El segundo elemento significativo fue la adecuación de diversas vías como carreteras, que pasaron de unos 3.500 kilómetros en 1830, a cerca de 19.000 en 1865.

Finanzas y comercio

La actividad financiera se orientó hacia una reestructuración que fusionó el Banco de Isabel II creado en 1844 -primera entidad bancaria española de crédito- con el Banco de San Fernando -banco emisor de moneda- en una sola entidad que pasó a denominarse oficialmente Banco de España en 1856. La nueva normativa financiera permitió que se creara el Banco de Barcelona como primera entidad de crédito privada en 1844.

El comercio interno se acentuó con las mejora de las comunicaciones. Las nuevas necesidades industriales favorecieron los intercambios. La importación de productos de primera necesidad -salvo el trigo que era más barato importarlo que cultivarlo- se redujo, con un crecimeinto significativo de las exportaciones de bienes manufacturados y productos agrícolas o sus derivados en industrias de transformación.

La cultura en la España de mediados del XIX

La época isabelina fue la del tránsito desde el romanticismo a nuevas formas de expresión en el arte en general y la literatura en particular. En ésta destacaron cinco autores clave por encima de los demás: Gustavo Adolfo Bécquer, José Zorrilla, el costumbrista Ramón Mesonero Romanos, y dos mujeres, Rosalía de Castro y Cecilia Böhl de Faber.

La Catedral de León fue una de las obras restauradas en plena época de retorno al gusto por la Edad Media

El periodismo será, desde la reforma de Javier de Burgos y, sobre todo, a partir de 1848, un referente nuevo de la vida social, política y cultural. Surgirán multitud de diarios y semanarios y la libertad de prensa, constantemente censurada por los distintos gobiernos, se abrirá paso a pesar de todo ante un fenómeno imparable que moverá masas, determinará gustos y promoverá debates, y cuya influencia será determinante. Se editarán periódicos en casi todas las capitales de provincia, pero serán Madrid, Barcelona, Sevilla, Cádiz y Valencia las que destaquen por el número de diarios y por sus tiradas.

El arte se verá muy influenciado por el romanticismo, con un retorno en la arquitectura al gusto por la Edad Media, con corrientes neogóticas e incluso neorrománicas, pero especialmente pobre en cuanto a realizaciones. La pintura estará representada por José Casado de Alisal, Federico Madrazo, Eduardo Rosales y Mariano Fortuny que aportarán el rostro más brillante del arte español en la época.

El pensamiento liberal de la época, muy influido en ocasiones por el krausismo y el racionalismo, será contrapesado con el conservador que, si bien no puede mantener las viejas estructuras absolutistas, sostendrá una pugna constante por lo que consideraba elementos esenciales: catolicismo, orden y monarquía. Los librepensadores se abrirán camino a través de una figura fundamental: Julián Sanz del Río, cuya obra tanto influirá posteriormente en Nicolás Salmerón o Francisco Giner de los Ríos.

Véase también: Literatura española del Romanticismo

Bibliografía

Bibliografía general

  • Carr, Raymond. Historia de España. Edit. Península-Atalaya. Madrid, 2001. ISBN 84-8307-337-4
  • VV.AA. Historia contemporánea de España. Siglo XIX. Edit. Ariel. Madrid, 2004. ISBN 84-344-6755-0
  • VV.AA.: Enciclopedia de Historia de España. Alianza Editorial. Madrid, 1991.

Bibliografía especializada

Internet

Libros

  • Burdiel, Isabel. Isabel II. No se puede reinar inocentemente. Edit. Espasa-Calpe. Madrid, 2004. ISBN 84-670-1397-4.
  • Comellas, José Luis. Historia de España Moderna y Contemporánea. Madrid, 1975. ISBN 84-321-0330-6
  • Javier de Burgos, F. Anales del Reinado de Isabel II. Madrid, 1850.
  • Llorca, Carmen. Isabel II y su tiempo. Alcoy, 1956.
  • Martínez Gallego, Francesc A. Conservar progresando: La Unión Liberal (1856-1868). Valencia, 2001. ISBN 84-95484-11-0
  • Rico, Eduardo G. La vida y la época de Isabel II. Edit. Planeta. Barcelona, 1999.
  • Suarez Cortina, Manuel. Las máscaras de la libertad. El liberalismo español, 1808-1950. Madrid, 2003. ISBN 84-95379-63-5

Documentos contenidos en wikisource

Referencias

  1. No se incluyen las ciudades de Cuba, Puerto Rico y Filipinas que actualmente ya no forman parte de España

Véase también

Enlaces externos


Predecesor:
Restauración absolutista
Periodos de la Historia de España
Reinado de Isabel II de España
Sucesor:
Revolución de 1868
Obtenido de "Reinado de Isabel II de Espa%C3%B1a"

Wikimedia foundation. 2010.

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